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Quinta parte: La experiencia en el pueblo | Fünfter Teil: Die Erfahrung auf dem Land |
Unos días después nombraban a Hurtado médico titular de Alcolea del Campo.
Era éste un pueblo del centro de España, colocado en esa zona intermedia donde
acaba Castilla y comienza Andalucía. Era villa de importancia, de ocho a diez mil
habitantes; para llegar a ella había que tomar la línea de Córdoba, detenerse en una estación de la Mancha y seguir a Alcolea en coche.
En seguida de recibir el nombramiento, Andrés hizo su equipaje y se dirigió a la
estación del Mediodía. La tarde era de verano, pesada, sofocante, de aire seco y lleno de polvo. A pesar de que el viaje lo hacía de noche, Andrés supuso que sería demasiado molesto ir en tercera, y tomó un billete de primera clase. Entró en el andén, se acercó a los vagones, y en uno que tenía el cartel de no fumadores, se dispuso a subir.
Un hombrecito vestido de negro, afeitado, con anteojos, le dijo con voz melosa y
acento americano:
—Oiga, señor; este vagón es para los no fumadores.
Andrés no hizo el menor caso de la advertencia, y se acomodó en un rincón.
Al poco rato se presentó otro viajero, un joven alto, rubio, membrudo, con las guías
de los bigotes levantadas hasta los ojos.
El hombre bajito, vestido de negro, le hizo la misma advertencia de que allí no se
fumaba.
—Lo veo aquí —contestó el viajero algo molesto, y subió al vagón.
Quedaron los tres en el interior del coche sin hablarse; Andrés, mirando vagamente
por la ventanilla, y pensando en las sorpresas que le reservaría el pueblo.
El tren echó a andar.
El hombrecito negro sacó una especie de túnica amarillenta, se envolvió en ella, se
puso un pañuelo en la cabeza y se tendió a dormir. El monótono golpeteo del tren
acompañaba el soliloquio interior de Andrés; se vieron a lo lejos varias veces las luces de Madrid en medio del campo, pasaron tres o cuatro estaciones desiertas, y entró el revisor. Andrés sacó su billete, el joven alto hizo lo mismo, y el hombrecito, después de quitarse su balandrán, se registró los bolsillos y mostró un billete y un papel.
El revisor advirtió al viajero que llevaba un billete de segunda. El hombrecito de negro, sin más ni más, se encolerizó, y dijo que aquello era una grosería; había avisado en la estación su deseo de cambiar de clase; él era un extranjero, una persona acomodada, con mucha plata, sí, señor, que había viajado por toda Europa
y toda América, y sólo en España, en un país sin civilización, sin cultura, en donde no se tenía la menor atención al extranjero, podían suceder cosas semejantes. El hombrecito insistió y acabó insultando a los españoles. Ya estaba deseando dejar este país, miserable y atrasado; afortunadamente, al día siguiente estaría en Gibraltar, camino de América.
El revisor no contestaba; Andrés miraba al hombrecito, que gritaba descompuesto,
con aquel acento meloso y repulsivo, cuando el joven rubio, irguiéndose, le dijo con voz violenta:
—No le permito hablar así de España. Si usted es extranjero y no quiere vivir aquí,
váyase usted a su país pronto, y sin hablar, porque si no, se expone usted a que le echen por la ventanilla, y voy a ser yo; ahora mismo.
—¡Pero, señor! —exclamó el extranjero—. Es que quieren atropellarme...
—No es verdad. El que atropella es usted. Para viajar se necesita educación, y
viajando con españoles no se habla mal de España.
—Si yo amo a España y el carácter español —exclamó el hombrecito—. Mi familia es toda española. ¿Para qué he venido a España si no para conocer a la madre patria?
—No quiero explicaciones. No necesito oírlas —contestó el otro con voz seca, y se
tendió en el diván como para manifestar el poco aprecio que sentía por su compañero de viaje.
Andrés quedó asombrado; realmente aquel joven había estado bien.
Él, con su intelectualismo, pensó qué clase de tipo sería el hombre bajito, vestido de
negro; el otro había hecho una afirmación rotunda de su país y de su raza.
El hombrecito comenzó a explicarse, hablando solo. Hurtado se hizo el dormido.
Un poco después de media noche llegaron a una estación plagada de gente; una
compañía de cómicos trasbordaba, dejando la línea de Valencia, de donde venían, para tomar la de Andalucía. Las actrices, con un guardapolvo gris; los actores, con sombreros de paja y gorritas, se acercaban todos como gente que no se apresura, que sabe viajar, que considera el mundo como suyo. Se acomodaron los cómicos en el tren y se oyó gritar de vagón a vagón:
—¡Eh, Fernández!, ¿dónde está la botella?
—¡Molina, que la característica te llama!
—¡A ver ese traspunte que se ha perdido! Se tranquilizaron los cómicos, y el tren
siguió su marcha. Ya al amanecer, a la pálida claridad de la mañana, se iban viendo tierras de viña y olivos en hilera.
Estaba cerca la estación donde tenía que bajar Andrés. Se preparó, y al detenerse el
tren saltó al andén, desierto. Avanzó hacia la salida y dio la vuelta a la estación.
Enfrente, hacia el pueblo, se veía una calle ancha, con unas casas grandes blancas y dos filas de luces eléctricas mortecinas. La luna, en menguante, iluminaba el cielo. Se sentía en el aire un olor como dulce a paja seca. A un hombre que pasó hacia la estación le dijo:
—¿A qué hora sale el coche para Alcolea? —A las cinco. Del extremo de esta
misma calle suele salir.
Andrés avanzó por la calle, pasó por de
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