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Una noche de invierno, un chico fue a llamar a Andrés; una mujer había caído a la calle y estaba muriéndose.
Hurtado se embozó en la capa, y de prisa, acompañado del chico, llegó a una calle
extraviada, cerca de una posada de arrieros que se llamaba el Parador de la Cruz. Se encontró con una mujer privada de sentido, y asistida por unos cuantos vecinos que formaban un grupo alrededor de ella. Era la mujer de un prendero llamado el tío Garrota; tenía la cabeza bañada en sangre y había perdido el conocimiento. Andrés hizo que llevaran a la mujer a la tienda y que trajeran una luz; tenía la vieja una conmoción cerebral.
Hurtado le hizo una sangría en el brazo. Al principio la sangre negra, coagulada, no salía de la vena abierta; luego comenzó a brotar despacio; después más regularmente, y la mujer respiró con relativa facilidad. En este momento llegó el juez con el actuario y dos guardias, y fue interrogando, primero a los vecinos y después a Hurtado.
—¿Cómo se encuentra esta mujer? —le dijo.
—Muy mal.
—¿Se podrá interrogarla?
—Por ahora, no; veremos si recobra el conocimiento.
—Si lo recobra avíseme usted en seguida. Voy a ver el sitio por donde se ha tirado y
a interrogar al marido.
The store was a pawnshop full of old articles, in every
corner and hanging from the ceiling; its walls were
covered with rifles and guns of ancient make, swords, and
hatchets.
Andres attended to the woman until she opened her
eyes and seemed to realize things.
"Call the judge," he said to the neighbours.
The judge came immediately.
"The case is becoming complicated," he murmured,
and then asked Andres: "Well, can she understand?"
"Yes, it looks so."
The woman certainly had an intelligent look.
"Did you throw yourself down, or did someone throw
you out of the window?" asked the judge.
"Oh!" said she.
"Who threw you out?"
"Oh!"
"Who threw you out?"
"Garro ... Garro ... " murmured the old woman,
with an effort.
The judge, the clerk, and the policemen were astonished.
"She is trying to say Garrota," said someone.
"Yes, it is an accusation against him," said the judge.
"Don't you think so, doctor?"
"It looks like it."
"Why did he throw you out?"
"Garro ... Garro ... " repeated the old woman.
"She is only trying to say that he is her husband,"
spoke up one of the policemen.
"No, it isn't so," said Andres. "The lesion is on the
left side."
"And what difference does that make?" asked the
policeman.
"Be quiet," said the judge. "What is your conjecture,
doctor?"
"I presume that she is in a state of aphasia. The lesion
is on the left side of the brain, probably in the exact
spot which is considered the centre of speech. She seems
to understand, but can only speak this one word. Ask
her some other question."
—¿Está usted mejor? —dijo el juez.
—¡Eh!
—¿Si está usted ya mejor?
—Garro... Garro... —contestó ella.
—Sí; dice a todo lo mismo —afirmó el juez.
—Es un caso de afasia o de sordera verbal —añadió Andrés.
—Sin embargo..., hay muchas sospechas contra el marido —replicó el actuario.
Habían llamado al cura para sacramentar a la moribunda.
Le dejaron solo y Andrés subió con el juez. La prendería del tío Garrota tenía una escalera de caracol para el primer piso. Éste constaba de un vestíbulo, la cocina, dos alcobas y el cuarto desde donde se había tirado la vieja. En medio de este cuarto había un brasero, una badila sucia y una serie de manchas de sangre que seguían hasta la ventana.
—La cosa tiene el aspecto de un crimen —dijo el Juez.
—¿Cree usted? —preguntó Andrés.
—No, no creo nada; hay que confesar que los indicios se presentan como en una
novela policíaca para despistar a la opinión. Esta mujer que se le pregunta quién la ha tirado, y dice el nombre de su marido; esta badila llena de sangre; las manchas que llegan hasta la ventana, todo hace sospechar lo que ya han comenzado a decir los vecinos.
—¿Qué dicen?
—Le acusan al tío Garrota, al marido de esta mujer. Suponen que el tío Garrota y su mujer riñeron; que él le dio con la badila en la cabeza; que ella huyó a la ventana a pedir socorro, y que entonces él, agarrándola de la cintura, la arrojó a la calle.
—Puede ser.
—Y puede no ser.
Abonaba esta versión la mala fama del tío Garrota y su complicidad manifiesta en
las muertes de dos jugadores, el Cañamero y el Pollo, ocurridas hacía unos diez años
cerca de Daimiel.
—Voy a guardar esta badila —dijo el juez.
—Por si acaso no debían tocarla —repuso Andrés—; las huellas pueden servirnos de mucho.
El juez metió la badila en un armario, lo cerró y llamó al actuario para que lo lacrase. Se cerró también el cuarto y se guardó la llave.
Al bajar a la prendería Hurtado y el juez, la mujer del tío Garrota había muerto.
El juez mandó que trajeran a su presencia al marido. Los guardias le habían atado las manos. El tío Garrota era un hombre ya viejo, corpulento, de mal aspecto, tuerto, de cara torva, llena de manchas negras, producidas por una perdigonada que le habían soltado hacía años en la cara.
En el interrogatorio se puso en claro que el tío Garrota era borracho, y hablaba de
matar a uno o de matar a otro con frecuencia. El tío Garrota no negó que daba malos tratos a su mujer; pero sí que la hubiese matado. Siempre concluía diciendo:
—Señor juez, yo no he matado a mi mujer. He dicho, es verdad, muchas veces que la iba a matar; pero no la he matado.
El juez, después del interrogatorio, envió al tío Garrota incomunicado a la cárcel.
—¿Qué le parece a usted? —le preguntó el Juez a Hurtado.
—Para mí es una cosa clara; este hombre es inocente.
El juez, por la tarde fue a ver al tío Garrota a la cárcel, y dijo que empezaba a creer que el prendero no había matado a su mujer. La opinión popular quería suponer que Garrota era un criminal. Por la noche el doctor Sánchez aseguró en el casino que era indudable que el tío Garrota había tirado por la ventana a su mujer, y que el juez y Hurtado tendían a salvarle, Dios sabe por qué; pero que en la autopsia aparecería la verdad. Al saberlo Andrés fue a ver al juez y le pidió nombrara a don Tomás Solana, el otro médico, como árbitro para presenciar la autopsia, por si acaso había divergencia entre el dictamen de Sánchez y el suyo.
La autopsia se verificó al día siguiente por la tarde; se hizo una fotografía de las heridas de la cabeza producidas por la badila y se señalaron unos cardenales que tenía la mujer en el cuello. Luego se procedió a abrir las tres cavidades y se encontró la fractura craneana, que cogía parte del frontal y del parietal y que había ocasionado la muerte. En los pulmones y en el cerebro aparecieron manchas de sangre, pequeñas y redondas.
En la exposición de los datos de la autopsia estaban conformes los tres médicos; en su opinión, acerca de las causas de la muerte, divergían.
Sánchez daba la versión popular. Según él, la interfecta, al sentirse herida en la
cabeza por los golpes de la badila, corrió a la ventana a pedir socorro; allí una mano
poderosa la sujetó por el cuello, produciéndole una contusión y un principio de asfixia que se evidenciaba en las manchas petequiales de los pulmones y del cerebro, y después, lanzada a la calle, había sufrido la conmoción cerebral y la fractura de cráneo, que le produjo la muerte. La misma mujer, en la agonía, había repetido el nombre del marido indicando quién era su matador.
Hurtado decía primeramente que las heridas de la cabeza eran tan superficiales que no estaban hechas por un brazo fuerte, sino por una mano débil y convulsa; que los cardenales del cuello procedían de contusiones anteriores al día de la muerte, y que respecto a las manchas de sangre en los pulmones y en el cerebro no eran producidas por un principio de asfixia, sino por el alcoholismo inveterado de la interfecta. Con estos datos, Hurtado aseguraba que la mujer, en un estado alcohólico, evidenciado por el
aguardiente encontrado en su estómago, y presa de manía suicida, había comenzado a herirse ella misma con la badila en la cabeza, lo que explicaba la superficialidad de las heridas, que apenas interesaban el cuero cabelludo, y después, en vista del resultado negativo para producirse la muerte, había abierto la ventana y se había tirado de cabeza a la calle.
Respecto a las palabras pronunciadas por ella, estaba claramente demostrado que al decirlas se encontraba en un estado afásico.
Don Tomás, el médico aristócrata, en su informe hacía equilibrios, y en conjunto no decía nada.
Sánchez estaba en la actitud popular; todo el mundo creía culpable al tío Garrota, y
algunos llegaban a decir que, aunque no lo fuera, había que castigarlo, porque era un
desalmado capaz de cualquier fechoría.
El asunto apasionó al pueblo; se hicieron una porción de pruebas; se estudiaron las
huellas frescas de sangre de la badila, y se vio no coincidían con los dedos del prendero; se hizo que un empleado de la cárcel, amigo suyo, le emborrachara y le sonsacara. El tío Garrota confesó su participación en las muertes del Pollo y del Cañamero; pero afirmó repetidas veces entre furiosos juramentos que no y que no.
No tenía nada que ver en la
muerte de su mujer, y aunque le condenaran por decir que no y le salvaran por decir que sí, diría que no, porque esa era la verdad. El juez, después de repetidos interrogatorios, comprendió la inocencia del prendero y lo dejó en libertad. El pueblo se consideró defraudado. Por indicios, por instinto, la gente adquirió la convicción de que el tío Garrota, aunque capaz de matar a su mujer, no la había matado; pero no quiso reconocer la probidad de Andrés y del juez.
El periódico de la capital que defendía a los Mochuelos escribió un artículo con el título "¿Crimen o suicidio?”, en el
que suponía que la mujer del tío Garrota se había suicidado; en cambio, otro periódico de la capital, defensor de los Ratones, aseguró que se trataba de un crimen y que las influencias políticas habían salvado al prendero.
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