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Una de las cosas características de Lulú era que tenía reconcentrada su atención en la vecindad y en el barrio de tal modo, que lo ocurrido en otros puntos de Madrid para ella no ofrecía el menor interés.
Mientras trabajaba en su bastidor llevaba el alza y la baja de lo que pasaba entre los vecinos.
La casa donde vivían, aunque a primera vista no parecía muy grande, tenía mucho fondo y habitaban en ella gran número de familias. Sobre todo, la población de las guardillas era numerosa y pintoresca.
Pasaban por ella una porción de tipos extraños del hampa y la pobretería madrileña.
Una inquilina de las guardillas, que daba siempre que hacer, era la tía Negra, una
verdulera ya vieja. La pobre mujer se emborrachaba y padecía un delirio alcohólico político, que consistía en vitorear a la República y en insultar a las autoridades, a los ministros y a los ricos.
Los agentes de seguridad la tenían por blasfema, y la llevaban de cuando en cuando a la sombra a pasar una quincena; pero al salir volvía a las andadas.
La tía Negra, cuando estaba cuerda y sin alcohol, quería que la dijeran la señora
Nieves, pues así se llamaba.
Otra vieja rara de la vecindad era la señora Benjamina, a quien daban el mote de
Doña Pitusa. Doña Pitusa era una viejezuela pequeña, de nariz corva, ojos muy vivos y boca de sumidero.
Solía ir a pedir limosna a la iglesia de Jesús y a la de Montserrat; decía a todas horas que había tenido muchas desgracias de familia y pérdidas de fortuna; quizá pensaba que esto justificaba su afición al aguardiente.
La señora Benjamina recorría medio Madrid pidiendo con distintos pretextos,
enviando cartas lacrimosas. Muchas veces, al anochecer, se ponía en una bocacalle con el velo negro echado sobre la cara; y sorprendía al transeúnte con una narración trágica, expresada en tonos teatrales; decía que era viuda de un general; que acababa de morírsele un hijo de veinte años, el único sostén de su vida; que no tenía para amortajarle ni encender un cirio con que alumbrar su cadáver.
El transeúnte, a veces se estremecía, a veces replicaba que debía tener muchos hijos de veinte años, cuando con tanta frecuencia se le moría uno.El hijo verdadero de la Benjamina tenía más de veinte años; se llamaba el Chuleta,
y estaba empleado en una funeraria. Era chato, muy delgado, algo giboso, de aspecto enfermizo, con unos pelos azafranados en la barba y ojos de besugo. Decían en la vecindad que él inspiraba las historias melodramáticas de su madre.
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El Chuleta era un tipo fúnebre; debía ser verdaderamente desagradable verle en la tienda en medio de sus ataúdes.
El Chuleta era muy vengativo y rencoroso, no se olvidaba de nada; a Manolo el Chafandín le guardaba un odio insaciable. El Chuleta tenía muchos hijos, todos con el mismo aspecto de abatimiento y de estupidez trágica del padre y todos tan mal intencionados y tan rencorosos como él.
Había también en las guardillas una casa de huéspedes de una gallega bizca, tan
ancha de arriba como de abajo. Esta gallega, la Paca, tenía de pupilos, entre otros, un mozo de la clase de disección de San Carlos, tuerto, a quien conocían Aracil y Hurtado; un enfermero del hospital General y un cesante, a quien llamaban don Cleto. Don Cleto Meana era el filósofo de la casa, era un hombre bien educado y culto, que había caído en la miseria. Vivía de algunas caridades que le hacían los amigos. Era un viejecito bajito y flaco, muy limpio, muy arreglado, de barba gris recortada; llevaba el traje raído, pero sin manchas, y el cuello de la camisa era impecable.
Él mismo se cortaba el pelo, se lavaba la ropa, se pintaba las botas con tinta cuando
tenían alguna hendidura blanca, y se cortaba los flecos de los pantalones. La Venancia solía plancharle los cuellos de balde. Don Cleto era un estoico.
—Yo, con un panecillo al día y unos cuantos cigarros vivo bien como un príncipe —decía el pobre.
Don Cleto paseaba por el Retiro y Recoletos; se sentaba en los bancos, entablaba conversación con la gente; si no le veía nadie, cogía algunas colillas y las guardaba, porque, como era un caballero, no le gustaba que le sorprendieran en ciertos trabajos menesteres.
Don Cleto disfrutaba con los espectáculos de la calle; la llegada de un príncipe
extranjero, el entierro de un político constituían para él grandes acontecimientos.
Lulú, cuando le encontraba en la escalera, le decía:
—¿Ya se va usted, don Cleto?
—Sí; voy a dar una vueltecita.
—De pira ¿eh? Es usted un pirantón, don Cleto.
—Ja, ja, ja —reía él—.
¡Qué chicas estas! ¡Qué cosas dicen!
Otro tipo de la casa muy conocido era el Maestrín, un manchego muy pedante y sabihondo, droguero, curandero y sanguijuelero. El Maestrín tenía un tenducho en la calle del Fúcar, y allí solía estar con frecuencia con la Silveria, su hija, una buena moza, muy guapa, a quien Victorio, el sobrino del prestamista, iba poniendo los puntos. El Maestrín, muy celoso en cuestiones de honor, estaba dispuesto, al menos así lo decía él, a pegarle una puñalada al que intentara deshonrarle.
Toda esta gente de la casa pagaba su contribución en dinero o en especie al tío de Victorio, el prestamista de la calle de Atocha, llamado don Martín, y a quien por mal nombre se le conocía por el tío Miserias.
Al anochecer se retiraba a su casa, echaba una mirada a sus tiestos y cerraba los
balcones.
Don Martín tenía, además de la tienda de la calle de Atocha, otra de menos categoría en la del Tribulete. En esta última su negocio principal era tomar en empeño sábanas y colchones a la gente pobre. Don Martín no quería ver a nadie. Consideraba que la sociedad le debía atenciones que le negaba.
Un dependiente, un buen muchacho al parecer, en quien tenía colocada su
confianza, le jugó una mala pasada. Un día el dependiente cogió un hacha que tenían en la casa de préstamos para hacer astillas con que encender el brasero, y abalanzándose sobre don Martín, empezó a golpes con él, y por poco no le abre la cabeza.
Después el muchacho, dando por muerto a don Martín, cogió los cuartos del
mostrador y se fue a una casa de trato de la calle de San José, y allí le prendieron.
Don Martín quedó indignado cuando vio que el tribunal, aceptando una serie de
circunstancias atenuantes, no condenó al muchacho más que a unos meses de cárcel.
—Es un escándalo —decía el usurero pensativo—. Aquí no se protege a las
personas honradas. No hay benevolencia más que para los criminales.
Don Martín era tremendo; no perdonaba a nadie; a un burrero de la vecindad,
porque no le pagaba unos réditos, le embargó las burras de leche, y por más que el burrero decía que si no le dejaba las burras sería más difícil que le pagara, don Martín no accedió. Hubiera sido capaz de comerse las burras por aprovecharlas.
Victorio, el sobrino del prestamista, prometía ser un gerifalte como el tío, aunque de otra escuela. El tal Victorio era un Don Juan de casa de préstamos.
Muy elegante, muy chulo, con los bigotes retorcidos, los dedos llenos de alhajas y
la sonrisa de hombre satisfecho, hacía estragos en los corazones femeninos. Este joven explotaba al prestamista. El dinero que el tío Miserias había arrancado a los desdichados vecinos pasaba a Victorio, que se lo gastaba con rumbo.
A pesar de esto, no se perdía, al revés, llevaba camino de enriquecerse y de
acrecentar su fortuna.
Victorio era dueño de una chirlata de la calle del Olivar, donde se jugaba a juegos
prohibidos, y de una taberna de la calle del León. La taberna le daba a Victorio grandes ganancias, porque tenía una tertulia muy productiva. Varios puntos entendidos con la casa iniciaban una partida de juego, y cuando había dinero en la mesa, alguno gritaba:
—¡Señores, la policía! Y unas cuantas manos solícitas cogían las monedas, mientras que los agentes de policía conchabados entraban en el cuarto.
A pesar de su condición de explotador y de conquistador de muchachas, la gente del barrio no le odiaba a Victorio. A todos les parecía muy natural y lógico lo que hacía.
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