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—Ya la ciencia para vosotros —dijo Iturrioz— no es una institución con un fin
humano, ya es algo más; la habéis convertido en ídolo.
—Hay la esperanza de que la verdad, aun la que hoy es inútil, pueda ser útil mañana
—replicó Andrés.
—¡Bah! ¡Utopía! ¿Tú crees que vamos a aprovechar las verdades astronómicas
alguna vez?
—¿Alguna vez? Las hemos aprovechado ya.
—¿En qué?
—En el concepto del mundo.
—Está bien; pero yo hablaba de un aprovechamiento práctico, inmediato. Yo en el fondo estoy convencido de que la verdad en bloque es mala para la vida. Esa anomalía de la naturaleza que se llama la vida necesita estar basada en el capricho, quizá en la mentira.
—Sí, me río, porque eso que tú expones con palabras del día, está dicho nada menos que en la Biblia.
—¡Bah!
—Sí, en el Génesis. Tú habrás leído que en el centro del paraíso había dos árboles,
el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era
inmenso, frondoso, y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de la ciencia no se dice cómo era; probablemente sería mezquino y triste. ¿Y tú sabes lo que le dijo Dios a Adán?
—No recuerdo; la verdad.
—Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: Puedes comer todos los frutos del jardín;
pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte. Y Dios, seguramente, añadió: Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá. ¿No es un consejo admirable?
(I "Yes, I am laughing, because what you are saying in
modern words is to he found in no less a hook than the
Bible."
"Bah."
"Yes, in Genesis. You have read that in the midst of
the garden of Eden were two trees; the tree of life and
the tree of the knowledge of good and evil. The tree of
life was huge and branching, and according to some fath.
ers of the Church, bestowed immortality. We are not
told what the tree of knowledge was like; probably it
was small and miserable. And you know what God said
to.Adam?"
"Really I don't remember."
"Well, when Adam was in His presence He said: 'Thou
shalt eat of all the fruits of the garden, hut beware of the
tree of the knowledge of good and evil, for on the day
that thou eatest of its fruit thou shalt surely die.' And
God must surely have added: 'Eat of the tree of life, he
animals, pigs, egoists and wallow in the mud merrily;
hut eat not of the tree of knowledge, for its hitter fruit
will inspire you with a desire to improve and will thus
destroy you.' Was it not excellent advice?"
—Sí, es un consejo digno de un accionista del Banco —repuso Andrés.
—¡Cómo se ve el sentido práctico de esa granujería semítica! —dijo Iturrioz—.
¡Cómo olfatearon esos buenos judíos, con sus narices corvas, que el estado de
conciencia podía comprometer la vida!
—Claro, eran optimistas; griegos y semitas tenían el instinto fuerte de vivir,
inventaban dioses para ellos, un paraíso exclusivamente suyo. Yo creo que en el fondo no comprendían nada de la naturaleza.
—No les convenía.
—Seguramente no les convenía. En cambio, los turanios y los arios del Norte
intentaron ver la naturaleza tal como es.
—¿Y, a pesar de eso, nadie les hizo caso y se dejaron domesticar por los semitas del
Sur?
—¡Ah, claro! El semitismo, con sus tres impostores, ha dominado al mundo, ha
tenido la oportunidad y la fuerza; en una época de guerras dio a los hombres un dios de las batallas, a las mujeres y a los débiles un motivo de lamentos, de quejas y de sensiblería. Hoy, después de siglos de dominación semítica, el mundo vuelve a la cordura, y la verdad aparece como una aurora pálida tras de los terrores de la noche.
—Yo no creo en esa cordura —dijo Iturrioz— ni creo en la ruina del semitismo. El semitismo judío, cristiano o musulmán, seguirá siendo el amo del mundo, tomará avatares extraordinarios. ¿Hay nada más interesante que la Inquisición, de índole tan semítica, dedicada a limpiar de judíos y moros al mundo? ¿Hay caso más curioso que el
de Torquemada, de origen judío?
—Sí, eso define el carácter semítico, la confianza, el optimismo, el oportunismo...
Todo eso tiene que desaparecer. La mentalidad científica de los hombres del norte de Europa lo barrerá.
—Pero, ¿dónde están esos hombres? ¿Dónde están esos precursores?
—En la ciencia, en la filosofía, en Kant sobre todo. Kant ha sido el gran destructor
de la mentira greco-semítica. Él se encontró con esos dos árboles bíblicos de que usted hablaba antes y fue apartando las ramas del árbol de la vida que ahogaban al árbol de la ciencia. Tras él no queda, en el mundo de las ideas, más que un camino estrecho y penoso: la Ciencia. Detrás de él, sin tener quizá su fuerza y su grandeza, viene otro destructor, otro oso del Norte, Schopenhauer, que no quiso dejar en pie los subterfugios que el maestro sostuvo amorosamente por falta de valor. Kant pide por misericordia que
esa gruesa rama del árbol de la vida, que se llama libertad, responsabilidad, derecho, descanse junto a las ramas del árbol de la ciencia para dar perspectivas a la mirada del hombre. Schopenhauer, más austero, más probo en su pensamiento, aparta esa rama, y la vida aparece como una cosa oscura y ciega, potente y jugosa sin justicia, sin bondad, sin fin; una corriente llevada por una fuerza “x”, que él llama voluntad y que, de cuando en cuando, en medio de la materia organizada, produce un fenómeno secundario, una fosforescencia cerebral, un reflejo, que es la inteligencia. Ya se ve claro en estos dos principios vida y verdad, voluntad e inteligencia.
—Ya debe haber filósofos y biófilos —dijo Iturrioz.
—¿Por qué no? Filósofos y biófilos. En estas circunstancias el instinto vital, todo
actividad y confianza, se siente herido y tiene que reaccionar y reacciona. Los unos, la mayoría literatos, ponen su optimismo en la vida, en la brutalidad de los instintos y cantan la vida cruel, canalla, infame, la vida sin finalidad, sin objeto, sin principios y sin moral, como una pantera en medio de una selva.
Los otros ponen el optimismo en la misma ciencia. Contra la tendencia agnóstica de
un Du Bois-Reymond que afirmó que jamás el entendimiento del hombre llegaría a conocer la mecánica del universo, están las tendecias de Berthelot, de Metchnikoff, de Ramón y Cajal en España, que supone que se puede llegar a averiguar el fin del hombre en la Tierra.
Hay, por último, los que quieren volver a las ideas viejas y a los viejos mitos, porque son útiles para la vida. Éstos son profesores de retórica, de esos que
tienen la sublime misión de contarnos cómo se estornudaba en el siglo XVIII después de tomar rapé, los que nos dicen que la ciencia fracasa y que el materialismo, el determinismo, el encadenamiento de causa a efecto es una cosa grosera, y que el espiritualismo es algo sublime y refinado. ¡Qué risa! ¡Qué admirable lugar común para que los obispos y los generales cobren su sueldo y los comerciantes puedan vender impunemente bacalao podrido! ¡Creer en el ídolo o en el fetiche es símbolo de
superioridad; creer en los átomos, como Demócrito o Epicuro, señal de estupidez! Un “aissaua” de Marruecos que se rompe la cabeza con un hacha y traga cristales en honor de la divinidad, o un buen mandingo con su taparrabos, son seres refinados y cultos; en cambio el hombre de ciencia que estudia la naturaleza es un ser vulgar y grosero. ¡Qué admirable paradoja para vestirse de galas retóricas y de sonidos nasales en la boca de un
académico francés! Hay que reírse cuando dicen que la ciencia fracasa. Tontería: lo que fracasa es la mentira; la ciencia marcha adelante, arrollándolo todo.
—Sí, estamos conformes, lo hemos dicho antes, arrollándolo todo. Desde un punto
de vista puramente científico, yo no puedo aceptar esa teoría de la duplicidad de la
función vital: inteligencia a un lado, voluntad a otro, no.
—Yo no digo inteligencia a un lado y voluntad a otro —replicó Andrés—, sino
predominio de la inteligencia o predominio de la voluntad. Una lombriz tiene voluntad e inteligencia, voluntad de vivir tanta como el hombre, resiste a la muerte como puede; el hombre tiene también voluntad e inteligencia, pero en otras proporciones.
—Lo que quiero decir es que no creo que la voluntad sea sólo una máquina de
desear y la inteligencia una máquina de reflejar.
—Lo que sea en sí, no lo sé; pero a nosotros nos parece esto racionalmente. Si todo reflejo tuviera para nosotros un fin, podríamos sospechar que la inteligencia no es sólo un aparato reflector, una luna indiferente para cuando se coloca en su horizonte sensible; pero la conciencia refleja lo que puede aprehender sin interés, automáticamente y produce imágenes. Estas imágenes desprovistas de lo contingente dejan un símbolo, un esquema que debe ser la idea.
—No creo en esa indiferencia automática que tú atribuyes a la inteligencia. No
somos un intelecto puro, ni una máquina de desear, somos hombres que al mismo
tiempo piensan, trabajan, desean, ejecutan... Yo creo que hay ideas que son fuerzas.
—Yo, no. La fuerza está en otra cosa. La misma idea que impulsa a un anarquista
romántico a escribir unos versos ridículos y humanitarios, es la que hace a un
dinamitero poner una bomba. La misma ilusión imperialista tiene Bonaparte que
Lebaudy, el emperador del Sahara. Lo que les diferencia es algo orgánico.
—¡Qué confusión! En qué laberinto nos vamos metiendo —murmuró Iturrioz.
—Sintetice usted nuestra discusión y nuestros distintos puntos de vista.
—En parte, estamos conformes.
Tú quieres, partiendo de la relatividad de todo, darle un valor absoluto a las
relaciones entre las cosas.
—Claro, lo que decía antes; el metro en sí, medida arbitraria; los trescientos sesenta
grados de un círculo, medida también arbitraria; las relaciones obtenidas con el metro o con el arco, exactas.
—No, ¡si estamos conformes! Sería imposible que no lo estuviéramos en todo lo que se refiere a la matemática y a la lógica; pero cuando nos vamos alejando de estos conocimientos simples y entramos en el dominio de la vida, nos encontramos dentro de un laberinto, en medio de la mayor confusión y desorden. En este baile de máscaras, en donde bailan millones de figuras abigarradas, tú me dices: Acerquémonos a la verdad.
¿Dónde está la verdad? ¿Quién es ese enmascarado que pasa por delante de nosotros? ¿Qué esconde debajo de su capa gris? ¿Es un rey o un mendigo? ¿Es un joven admirablemente formado o un viejo enclenque y lleno de úlceras? La verdad es una brújula loca que no funciona en este caos de cosas desconocidas.
—Cierto, fuera de la verdad matemática y de la verdad empírica que se va
adquiriendo lentamente, la ciencia no dice mucho. Hay que tener la probidad de
reconocerlo..., y esperar.
—¿Y, mientras tanto, abstenerse de vivir, de afirmar? Mientras tanto no vamos a
saber si la República es mejor que la Monarquía, si el Protestantismo es mejor o peor que el Catolicismo, si la propiedad individual es buena o mala; mientras la Ciencia no llegue hasta ahí, silencio.
—¿Y qué remedio queda para el hombre inteligente?
—Hombre, sí. Tú reconoces que fuera del dominio de las matemáticas y de las
ciencias empíricas existe, hoy por hoy, un campo enorme a donde todavía no llegan las indicaciones de la ciencia. ¿No es eso?
—Sí.
—¿Y por qué en ese campo no tomar como norma la utilidad?
—Lo encuentro peligroso —dijo Andrés—. Esta idea de la utilidad, que al principio parece sencilla, inofensiva, puede llegar a legitimar las mayores enormidades, a entronizar todos los prejuicios.
—Cierto, también, tomando como norma la verdad, se puede ir al fanatismo más
bárbaro. La verdad puede ser un arma de combate.
—Sí, falseándola, haciendo que no lo sea. No hay fanatismo en matemáticas, ni en
ciencias naturales. ¿Quién puede vanagloriarse de defender la verdad en política o en moral? El que así se vanagloria, es tan fanático como el que defiende cualquier sistema político o religioso. La ciencia no tiene nada que ver con eso; ni es cristiana, ni es atea,
ni revolucionaria, ni reaccionaria.
—Pero ese agnosticismo, para todas las cosas que no se conocen científicamente, es absurdo, porque es antibiológico. Hay que vivir. Tú sabes que los fisiólogos han
demostrado que, en el uso de nuestros sentidos, tendemos a percibir, no de la manera más exacta, sino de la manera más económica, más ventajosa, más útil. ¿Qué mejor norma de la vida que su utilidad, su engrandecimiento?
—No, no; eso llevaría a los mayores absurdos en la teoría y en la práctica.
Tendríamos que ir aceptando ficciones lógicas: el libre albedrío, la responsabilidad, el mérito; acabaríamos aceptándolo todo, las mayores extravagancias de las religiones.
—No, no aceptaríamos más que lo útil.
—Pero para lo útil no hay comprobación como para lo verdadero —replicó
Andrés—. La fe religiosa para un católico, además de ser verdad, es útil; para un
irreligioso puede ser falsa y útil, y para otro irreligioso puede ser falsa e inútil.
—Bien, pero habrá un punto en que estemos todos de acuerdo, por ejemplo, en la utilidad de la fe para una acción dada. La fe, dentro de lo natural, es indudable que tiene una gran fuerza. Si yo me creo capaz de dar un salto de un metro, lo daré; si me creo capaz de dar un salto de dos o tres metros, quizá lo dé también.
—Pero si se cree usted capaz de dar un salto de cincuenta metros, no lo dará usted
por mucha fe que tenga.
—Claro que no; pero eso no importa para que la fe sirva en el radio de acción de lo
posible. Luego la fe es útil, biológica; luego hay que conservarla.
—No, no. Eso que usted llama fe no es más que la conciencia de nuestra fuerza. Ésa existe siempre, se quiera o no se quiera. La otra fe conviene destruirla; dejarla es un peligro; tras de esa puerta que abre hacia lo arbitrario una filosofía basada en la utilidad, en la comodidad o en la eficacia, entran todas las locuras humanas.
—En cambio, cerrando esa puerta y no dejando más norma que la verdad, la vida
languidece, se hace pálida, anémica, triste. Yo no sé quién decía: La legalidad nos mata; como él podemos decir: La razón y la ciencia nos apabullan. La sabiduría del judío se comprende cada vez más que se insiste en este punto: a un lado el árbol de la ciencia, al otro el árbol de la vida.
—Habrá que creer que el árbol de la ciencia es como el clásico manzanillo, que
mata a quien se acoge a su sombra —dijo Andrés burlonamente.
—Sí, ríete.
—No, no me río.
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